Como vientos… ¡arrebatados!, se hace fuerte la duda cuando la desconfianza florece. Y florece cuando… cada visión se hace preponderante, y no… ¡y no sabe! –no sabe- de lo que no sea ella misma.
Como vientos arrebatados… se hace fuerte –¡muy fuerte!- la desconfiada duda.
Ya se la nombró –en su tiempo- “razonable”: “la duda razonable”. Se la llevó a un buen altar, seguro, para que ejerciera a menudo.
¡Como un viento arrebatado!, en cualquier momento ¡desconfía!; ¡y pide y reclama y porfía!… para ver si su versión está al día. ¡Ay! Si no lo está, acumulará dudas y recuerdos para tener recursos… y poder volver a matizar; a recordar que: “Aquel día…”. “Y una vez…”.
Y así van pasando generaciones de dudas, desconfianzas, porfías… que, como vientos arrebatados, ¡nos van quitando la vida!
¡Sí! ¡Quizás!… sólo el humano sea capaz de quitarse, entre sí, quantums de vida.
¡Quién lo iba a creer!... Que la vida –¡la mismísima vida!- se quitaría…
Pero ahí están las pruebas de disgustos a porfía: ¡a ver quién da más, por menos tiempo!
Vivir ya es un disgusto, con la razonable duda de cada día… “¿Y cuál será hoy, la desconfianza? ¿Qué tendré que defender? ¿Por dónde vendrá el ataque? ¿Será adecuado… sonreír? ¿Será posible la broma o… o será mejor combatir?”
Desconsuelo tiene la vida. Y parece escucharse el eco divino que, sin quejarse, lástima tiene. ¡Con todo lo donado!, con todo lo perdonado… y con todo lo asistido, contemplar la duda desconfiada y arrebatada –¡el examen de cada día!- no era plan de Divina Providencia.
Pero… ¡se hace!... –¡ay!- se hace “el pan nuestro de cada día”. Se disculpa, se perdona, se pasa la hoja –se queda emborronada- y “¡hasta otro día!”.
Y así –luego-, el humano no se explica ¡por qué!, desde un afán y de una alegría, se ha pasado a un guiño, a un gesto y a una… desarmonía. ¡No se lo explica!
Lo Divino se aleja para contemplar. Y quizás, en ese proceder, podemos sentirnos… con un cierto frío vacío: como si… ¡nos hubieran retirado la confianza!; como si, lo mismo que hace el humano, ¡¡lo hubiera aprendido el mismísimo Dios!! ¡Y duda sobre nosotros! Y confía… ¡y no confía! Y cree y no cree. ¡Como si se hubieran vuelto las tornas! Nos contempla desde lo lejos… y un poco más.
Porque, ¡además!, el humano se empeña en ser, ante la Creación, con una cara: de “lo mejor posible”; y, ante la vida, viviendo, ¡la versión que quiere!: mandando, imponiendo, obligando, castigando… Luego, cuando –en alguna medida- se vuelve hacia la Creación, por momentos espera que ocurra lo mismo que él produce.
Y a veces parece que sí; como si lo Divino pensara que, el humano, sólo entiende de ese lenguaje:
“Ahora voy a dudar de ti. Ahora voy a sentirte desconfianza. ¡Ahora voy a empezar a creer que… ¡no me escuchas lo suficiente!!”.
Un frío distante, un vacío ¡conmovedor! se instaura, cuando la Creación así procede. ¡Tan lejos se fue a ‘contemplar-nos’, que ¡un vacío inmenso!… se ha creado.
De nuevo, ¡el combate eterno!... –¡aj!; ¡parecía desechado!-. ¡De nuevo, la pugna… por razones, por explicaciones, por interpretaciones!...
“El pan nuestro de cada día”.
¡No! Ese pan, no nos lo da la Creación; lo genera la humanidad, siempre constante en su celo y acecho por demostrar, a unos y a otros, que no están en la verdad.
¡Ya se sabe que no se hace a propósito! ¡Claro! Ya se sabe que… ¡se hace con mucho cariño! ¡Claro! La coartada ya está preparada “antes de” la dentellada. ¡Y si no, se pide perdón!... ¡Que para eso llegaron las religiones!: “para librarnos de todo mal, ¡amén!”. Pero, ¿cambiar…? ¡Ay, cambiar! ¡Con lo a gusto que cada uno está en su pódium de “verdad”! ¡Cambiar! ¡Cambiar? Eso ¿qué es? Si, desde mi pódium, ¡puedo juzgar, puedo analizar, puedo dudar, puedo desconfiar, puedo castigar, puedo reprimir, puedo exigir!… Y si lo hago mal, ¡me disculpo! Y si lo hago peor, ¡pido perdón! Y si, ¡bueno!, “mmmm”, pues… ¡continúo!
¡Sí! Sí es cierto que cada uno ha sido ya educado, y cada uno tiene su historial preparado para justificar su presente, futuro y pasado.
“Es que, de pequeño, me tocó vivir…”. “Es que, “de mediano”, me tocó sentir…”. “Es que, cuando tenía…, me ocurrió que…”.
Cada uno tiene su justificada muralla –¡barrera!- para argumentar sus desplantes; sus actitudes; sus…
“¿Seré yo, acaso? ¡Yo no, ¿verdad?!”.
Ese es un desplante muy habitual: nadie ha sido. ¡Nadie! Como decía el refrán: “Entre todos la mataron y ella sola se murió”. ¡Pero nadie fue! ¡Nadie!
“Yo pasaba por allí y no vi nada…”. “A mí me dijeron”… “A mí me contaron”… “A mí, directamente, nada me han dicho”… “Supongo que...”... “Sí, algo había pensado, pero…” … “¡No creas!, no… no estoy seguro”.
Frases y frases, hechas y preparadas para cualquier proceso o demanda.
Humanidad ¡licenciada en derecho!, que sabe muy bien cómo atacar: como un fiscal enardecido que, sabiendo que no tiene razón, recurre a las mil y una triquiñuelas para imponer un destino.
O como el otro –el defensor- que sabiendo que, a quien defiende, ¡es un perverso asesino!, lo muestra como cordero; como inocente cabritillo… sobre el que es injusto opinar, sobre el que no es adecuado pensar.
¿Quién dijo que se acabó la guerra, si cada cual asume defender y atacar a la vez? ¡Es el deporte de la humanidad! Y, sin ello, ¡parece que no hay vida! –“y, sin ello, parece que no hay vida”-.
Hay –tiene que haberlo- hay como… unas ganas de cambiar. Sí. Tiene que haberlas, porque si no, ya todo hubiera pasado. ¡Pero es tan fríamente convincente que el estruendo de los vientos y los galopes de caballos predominan en su guerra...!
¡Sí! Parece que sólo al orar se mitiga –por un instante- la guerra, el intercambio de opiniones, y las dispensas, disculpas y… ¡y perdones!
Por un momento, parece que… ¡algo va a cambiar!, pero –pero- cada cual, con su defensa y ataque, se parapeta en sus fundamentos.
En esa península –como en “Barataria”- ¡se puede auxiliar, el respirar, orando!, aunque frío y lejano se sienta –¡aunque frío y lejano se sienta!-, ese divino proceder… ¡que tan cercano e íntimo está!, pero que, repentinamente, ¡se aleja!
Los vientos –¡parecen perversos!- nos recuerdan los continuos desatinos. Chocan y… ¡y chocan! Y parece que se van, pero algo los vuelve a traer. ¡Y soplan… y hablan!
Desempolvan las manías, las críticas, las injurias y los castigos. Pareciera que son –¡ay!- limpiadores de hollín: ese humo confundido en el tiro de la chimenea, ¡que termina por asfixiarnos!; que nos dificulta convivir.
Cuando ¡muchas treguas!... han pasado; cuando ¡muchos perdones!… han trascurrido, ante uno nuevo, el alma se siente ¡cansada! Quizás sea… ¡que está aburrida de tanta tregua!; de tanta “apariencia” que, en el fondo, ¡duda!; ¡desconfía!
¡Espera! ¡Espera, Providencia compañera del asilo orante! ¡Espera! ¡No te ausentes!, ahora que el alma se calma, ¡se sosiega! ¡Hasta casi se olvida del combate!
Sí. Ya sé que amanece. Y que la luz “aparente” se hace dueña; despierta de la nueva guerra.
¡Sí! ¡Un día más! Pero, ¡antes de que te alejes a contemplar!... y que la fría nostalgia me invada, deja… ¡deja que, al menos la voz –aunque parezca de mentira-, clame por el susurro creyente del otro!, la armonía creciente, ¡y la necesidad de cumplirse!, ¡de cumplimentarse!, de conciliarse.
¡Espera! Espera… porque Tú has llamado a orar. Y como si fuera una justificación, parece que hay derecho a… ¿a reclamar?
¡No! No más. ¡No más! Con todo lo que das, ¿qué te voy a reclamar? ¿Qué voy a reclamar, a la Creación ¡penitente!, que sigue creyendo y apostando por esta humanidad? ¿Qué se le puede reclamar?
¡Más bien podemos exigirnos dejar de recelarnos!, dejar de ¡acosarnos!... ¡y dejar de buscar “ganar”!
¡Apartar el serrucho lascivo de la razón!, de ¡mi visión!, ¡de mi creencia!... y recogerme en el viento suave que ¡reanima!; que se hace aliento para un nuevo –¿por qué no?- un nuevo amanecer.
Porque desde la Eternidad, Divina Providencia, se nos enseñó… el milagro de nacer y nacer ¡tantas veces como fueran necesarias!... hasta alcanzar la claridad permanente.
¡¡Sí!! ¡Está esa opción!... Y no hay humano que la quite. ¡Ya se ha quitado bastante vida!... Eso, no hay quien lo quite.